MASCULINIDADES
Aprendemos a ser niñas o niños, mujeres u hombres desde la
familia, la escuela, las distintas religiones y la sociedad en qué vivimos. El
aprendizaje de género es una de las primeras y más importantes lecciones que
asimilamos ya que sobre ello se construyen los rasgos fundamentales de nuestra
identidad personal. En nuestra infancia, pasamos por un proceso de
socialización que se encarga de fomentar las actitudes que se consideran
adecuadas para cada sexo, o bien de reprimir aquellas que no se ajustan a los
roles y estereotipos establecidos: se premia a quienes cumplen las normas
establecidas y se castiga o excluye a quienes no lo hacen. Así, ser hombre o
mujer implica valores y comportamientos asociados a las características
biológicas de cada persona. Lo femenino y lo masculino se aprende y, por lo
tanto, se puede modificar...
Una parte de la identidad masculina se apoya en tener que
demostrar continuamente las capacidades propias frente a otros hombres como una
confirmación de su virilidad y de su valía. Ello conlleva a adoptar actitudes
que desprecian la seguridad personal y la tendencia a exponerse al riesgo
puesto que en esa lucha por el poder, los varones son educados en la competitividad
para conseguir poder o estatus. En línea con la continua necesidad de demostrar
la hombría, la masculinidad tradicional se define por oposición a todo aquello
asociado a la feminidad, donde se incluirían la faceta emocional; la falta del
cuidado personal y la homofobia: un hombre debe demostrar que no es un niño,
que no es una mujer y que no es homosexual. En este sentido, la violencia forma
parte del proceso de socialización masculina en mucha mayor medida que en la de
las mujeres. Y, a pesar de que cada vez tiene menos legitimidad, su utilización
persiste ya sea contra las mujeres, para resolver conflictos con otros hombres,
o consigo mismos.
Por otro lado, la tendencia a proyectarse hacia el exterior
y olvidar lo que tiene que ver con el interior, hace que se potencien las
habilidades instrumentales y competitivas, realzando así la primacía del
trabajo productivo (en detrimento del reproductivo, correspondiente a las
mujeres).
Por último, el mandato masculino predominante
conlleva el control emocional, la inexpresividad y deficiente gestión de
emociones y sentimientos, asociados tradicionalmente a lo femenino.
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